El daño es mayor cuando el hdp está dentro
Descubrir al hijo de puta es una tarea ardua y complicada sobre todo cuando se trata de un padre, un hijo o nosotros mismos. Atención SPOILER ALERT
Érase una vez en Anatolia En Érase una vez en Anatolia, su director Nuri Bilge Ceylan nos muestra de una manera lenta, parsimoniosa, aburrida y soporífera el descubrimiento de que uno, el protagonista, es un hijo de puta, pero tan hijo de puta que en medio de ese letargo no había caído en la cuenta de que su proceder había tenido consecuencias dramáticas.
En el Valle de Elah Los crías como angelitos y cuando crecen te das cuenta de son unas bestias pardas. El valle de Elah es donde tuvo lugar el combate de David contra Goliat. Ya no digo más.
La caja de música El director Costa Gavras hace que la gran Jessica Lange pase de abogada defensora a acusación... de su propio padre. ¡Cosas de la vida!. El ser padre, hijo o uno mismo no te libra de ser un hdp.
Vete pal carajo
Es lo que diría un cubano que son en mi opinión de todas las nacionalidades que he conocido los mejores en identificar hdp y mandarlos pal carajo. No hay de otra. Con las parejas ocurre todo el tiempo. Escuchas a tu amigo o a tu amiga hablando de su pareja y tu pensando "mándalo pal carajo" y todo es un negar la evidencia. Confundimos nuestras necesidades con el amor... todo el tiempo. Hace años la recomendación que te hacían era aguanta, trata de comprender. Hoy en día los consejos van en otra dirección: demonizan al otro y te recomiendan cortar toda comunicación con él enseguida, como se fuese un apestado. Creo que es correcto en parte, porque echarle la culpa a los demás siempre va a ocultar, a enmarañar la percepción de la responsabilidad que nosotros tenemos en los asuntos en los que nos vemos envueltos, y el amor y la amistad es de los más importantes.
La tendencia es que en las relaciones personales las personas se comporten como consumidores, que traten de conseguir lo mejor que puedan con el dinero del que disponen. El aspecto del espacio ya no es importante. Antes, la gente aguantaba porque te tocaba vivir toda la vida en el mismo barrio, en el mismo pueblo. Las familias estaban muy entrelazadas entre si. Cuando se rompía algo generaba un montón de ruido social alrededor. La presión social era elevada mientras que ahora es la soledad lo que atenaza y causa estrés a las personas. Ahondar en el abandono, sin comprender, sin asumir que nosotros también estamos ahí es complicado
Fundación Gloria: con el desahuciado estoy mejor
Gloria es una azafata de tierra jubilada que un día decidió que iba a montar una casa de acogida para aquellos que no despertaban la solidaridad de los demás: para hombres de la calle. Esas personas horribles en su pobreza y miseria. Sospechosos de ser violentos, desestructurados, viciosos. He aquí su historia que he hecho copia pega de El País:
Gloria Iglesias, de 60 años, cuenta que ha tenido 180 hijos. No los parió ella, pero cuando 10 de ellos murieron los lloró como una madre. Les dio tantas oportunidades como solo son capaces de dar las personas de la misma sangre. E incluso algunas más, porque para cuando muchos de esos 180 hombres, la mayoría toxicómanos, entraron en su vida, la droga, las mentiras, y a veces también la vergüenza, habían roto todos sus lazos familiares. “Esta es mi familia”, asegura esta mujer menuda, exazafata de tierra para Iberia, en la casa de acogida que fundó en Madrid hace 15 años, Proyecto Gloria. “Soy la madre de todo el que entra por la puerta”. Dos intentaron matarla. Los siete con los que se ha despertado este jueves, y muchos de los que ya se han ido de la casa, darían hoy su vida por ella.
Gloria llevaba un año separada de su marido cuando creó una ONG que era ella misma. A mucha gente le costó entenderlo. Su propia madre le decía: “Con la vida que puedes tener...” Perdió muchas amistades. Los que pensaron que se había vuelto loca por irse a vivir con enfermos de sida; por meter en su casa a esas personas que a otros les hacen cambiar de acera. “Decidí hacer esto porque al bajarme en la estación, de vuelta del tren de Lourdes, vi que muchos dormían esa misma noche en un cartón. No eran niños, ni ancianos, a los que siempre alguien quiere ayudar. No tenían a nadie, iban a morir solos. Monté esta casa para que tuvieran un techo y se sintieran personas dignas. He sufrido mucho, pero lo volvería a hacer porque soy muy creyente y me gusta pensar que cuando me vaya al otro mundo llevaré la maleta llena. He aprendido mucho con ellos. De paciencia, tolerancia, de la gente, de la vida...”.
En tres lustros ha convivido con casi 200 hombres que recogió de la calle
Con la franqueza de un espejo, los rostros de esos 180 hombres a lo largo de tres lustros muestran cómo ha ido cambiando el perfil de la exclusión social en España. Durante muchos años Gloria acogió a esos fantasmas que poblaban Las Barranquillas, el que fue el gran hipermercado de la droga de Madrid, y que un día llamaban a su puerta asustados después de ver morir a un amigo; a hombres que habían crecido en sitios donde veían más droga que juguetes, donde habían sufrido maltratos o abusos sexuales. Al principio, sus compañeros de piso venían de barrios marginales, de lugares en los que nadie había pisado ni pisaría jamás la T-4 del aeropuerto de Barajas en la que Gloria trabajaba cada día.
Luego empezaron a llegar “hijos de familias bien”. Chavales que se fundían sus primeros sueldos en drogas de diseño y coca. A Gloria aún le duele que después de cuidar durante meses a un chico con sida que recogió en la calle sus padres no le dejaran despedirse de él antes de morir. “Les daba vergüenza que el resto de la familia supiera que había estado en una casa de acogida”, recuerda. “Me prohibieron ir al hospital primero, y al entierro después”.
Por su casa también ha pasado un militar que estuvo en Afganistán, un médico extranjero que se quedó en la calle... “Esto empezó siendo una casa para drogodependientes, pero se ha convertido en una casa para gente sin techo. Para gente normal que pierde el trabajo y luego la casa y luego la familia... Ahora tengo a un ingeniero de 63 años, Joaquín. Le echaron con la crisis, le desahuciaron y no tenía a dónde ir”.
Gloria
Iglesias, con algunos de sus actuales compañeros de piso en la casa de acogida
que creó hace 15 años.Foto: BERNARDO
PÉREZ
Luis
(nombre falso) no quiere salir en la foto que ilustra este reportaje. Fue uno
de los primeros inquilinos de Proyecto Gloria. Estaba enganchado a todas las
drogas. Se rehabilitó, rehizo su vida y se marchó. Pero años después ha tenido
que volver porque con la crisis perdió un pequeño negocio que había montado con
mucho esfuerzo. “No le ha dicho a su familia que vuelve a estar aquí. Le da
vergüenza”, explica Gloria.
Joaquín
y Luis han sido de los últimos en llegar a la casa. La mayoría de compañeros de piso de Gloria llevan años con ella, pese a haberse
rehabilitado. “Unos nos quedamos porque en la vida normal no nos sentimos
fuertes. Aquí te sientes seguro porque todos los días se hacen controles de
alcoholemia, dos veces por semana de drogas... y porque está ella. También
porque muchos están enfermos después de la vida que han llevado”, explica
Pedro, que lleva ocho años en la casa.
Mantener
su propia ONG le cuesta a Gloria casi 6.000 euros al mes, entre el alquiler de
la casa, el sueldo del trabajador social, Rey, y el arrendamiento de los
locales donde guardan muebles que recogen para restaurar y
vender en un rastrillo.
“He perdido muchísimo dinero con esto. No quiero ni pensarlo. La comunidad de
Madrid nos daba una subvención, pero con la crisis se acabó y cayeron también
las donaciones particulares. Con la crisis, además, todo el mundo se ha puesto
a hacer rastrillos y esa competencia nos está matando”. Caja Madrid les regaló
una furgoneta. Está llena de abolladuras porque siempre hay alguien cabreado
que al ver el logo del banco, les tira una piedra.
Preguntados
por dónde se ven dentro de 10 años, la mayoría de los inquilinos de Gloria
responden: “Aquí”. Y cuando se les pregunta dónde creen que estarían ahora si
ella no se hubiese cruzado en sus vidas, todos contestan lo mismo: “Muerto o en
la cárcel”.
Antonio
tiene claro que le debe la vida a esta azafata de Iberia. Se lo llevaron a casa
desde un albergue para que no muriera solo. Le dijeron que le quedaba una
semana de vida. Tenía sida, tuberculosis, pesaba 40 kilos y aún no había
cumplido los 35. Pero Gloria se empeñó en sacarlo adelante. Y Antonio, que se
había quedado huérfano con cinco años, por no decepcionar a aquella mujer que
insistía tanto en que viviera, vivió.
La
gratitud se convirtió en esta casa en la más potente herramienta de
rehabilitación. Estaban tan desconcertados y agradecidos con aquella
desconocida que se había hipotecado hasta las cejas —la segunda casa en la que
vivieron la pagó ella con cinco avales de compañeros y amigos— para darles una
oportunidad que hicieron lo posible por no defraudarla.
"Si
no fuera por ella, ahora estaría muerto o en la cárcel", repiten todos
Por
no defraudarla, Antonio, que había estado en casi todas las cárceles de España
por robar coches, aceptó el trabajo que Gloria le consiguió como vigilante
nocturno en un parking. “Cuando entré en aquel garaje y vi el tablero lleno de
llaves de BMW, de Mercedes... salí corriendo detrás de Gloria. ‘No puedo
trabajar aquí. ¡Es una tentación!’ Y ella me dijo: ‘Yo confío en ti’. Era la
primera persona en mi vida que me decía eso”. Antonio sigue trabajando allí.
Tiene un contrato indefinido.
Y
por no defraudarla se sacó el graduado escolar. Apenas sabía leer y escribir.
Cuando empezó a estudiar, Antonio, portugués, llamaba “las balnearias” a las
Baleares. Gloria movilizó a compañeros de Iberia para que le dieran clases. En
tres meses, aprobó el examen. “Cuando me dieron el diploma... Eso fue la
hostia”.
Fede
se bebía “hasta el agua de los floreros”. Lleva 12 años sin tocar el alcohol.
Pi empezó a consumir heroína a los 16. Su hermano murió de sobredosis. “No tuve
juventud, pero ahora tengo muchas ilusiones. Quiero hacer las cosas que me he
perdido”. Carlos dejó la casa en diciembre para casarse con la chica con la que
había rehecho su vida después de limpiarse. Gloria fue la madrina de la boda.
Al
principio, tenían recaídas. A Gloria le ha tocado ir a buscarles a las tres de
la mañana a Las Barranquillas más de una vez. En estos 15 años, le han dado
varias anginas de pecho, y aunque en alguna ocasión ha pensado en tirar la
toalla, nunca se ha rendido. Sus 180 hijos la han hecho sufrir mucho. Pero
también le llevaron una vez a la tuna para que le cantara y la presentaron por
sorpresa al premio de voluntaria del año con una carta que entre otras cosas,
decía: “Pero ella sigue estrujándonos, aún sabiendo que somos piedras...”. Y lo
ganó.
Y ahora
alguno de los testimonios de las personas que viven en casa de Gloria:
Ella es Gloria Iglesias. Tiene 70 años. Fue azafata de tierra en Iberia y tuvo lo que se llama “una vida normal y corriente” hasta que hizo algo que muchas amistades no entendieron. “Había viajado mucho y hacía mis voluntariados, que siempre me han gustado: con ancianos, niños, prostitutas... Una vez, en el tren de Lourdes, me puse en el vagón en el que nadie quiere ir, el de los sin techo. Estuve conviviendo con ellos cinco días, y cuando volvimos vi que esa misma noche se quedaban en la calle. Porque la gente subía al tren, se bajaba y seguía con su vida. Y empecé a pensar en montar mi propia casa de acogida”. Entonces todavía creía que solo para ayudarles a ellos. “Creé una ONG para intentar que esas personas no murieran solas y ahora son mi familia. Ellos son los que no permitirán que yo muera sola. Ellos son todo lo que dejaré detrás de mí cuando me vaya”.
La historia de Gloria, Fede y Pedro es un tratado sobre la lealtad. El relato de sus peripecias —similares las de ellos, de 54 y 53 años, y muy diferente la de ella— hasta el desenlace común es un ejemplo del poder extraordinario, transformador, de las relaciones humanas cuando se supera el umbral de los prejuicios. Por no defraudar a la primera mujer que los vio cuando ya se habían vuelto invisibles, Fede y Pedro se desintoxicaron, conscientes de que aquella era la última oportunidad tras arrasar con todo lo demás. Y por evitar recaídas, para estar en ese momento en el que los voluntarios ya se han ido a casa y el adicto tiene la tentación de consumir para que vivir deje de doler, Gloria se convirtió en su compañera de piso primero, y en algo muy parecido a una madre después. Pero no fue fácil.
Le costó un año de burocracia y decepciones, sobre todo con la Iglesia —es creyente—, montar la casa y la ONG, Proyecto Gloria, y el rastrillo de muebles con el que se financian. “Nadie quería tenernos de vecinos. Me llegaron a decir que preferían un prostíbulo”. Tuvo que llamar a 36 puertas antes de que le dijeran que sí. Cuando por fin lo logró, decidió que la casa de acogida sería también la suya. “Las adicciones son una guerra sin cuartel hasta que consigues enderezarlos. Me ha tocado ir a buscarlos muchas veces a las cinco de la mañana, verlos drogados, convencerlos... Si te sale es una pasada, pero tienes que estar siempre pendiente”.
Fede admite que ha sido de los más “guerreros”. “Mi madre murió cuando nací. Mi padre, un día antes de que yo cumpliera los 15. Era antinormas. Gloria tuvo que venir a buscarme y castigarme muchas veces. He fregado platos en esa casa para aburrir. Pero todo lo he aprendido de ella: el cariño, la voluntad... Es mi madre, mi amiga, mi hermana. Sigo en la casa porque ella es mi vida”.
Pedro fue todo lo contrario. “No se me olvidará jamás el día que entró”, relata Gloria. “Traía una bolsita en la que solo había un calzoncillo y unos calcetines. Hemos hecho siempre teatro para niños en hospitales y cuando llegó estábamos ensayando. Le dije: ‘Vete mirando porque vas a tener que participar’. De repente se pone a llorar y dice que se marcha, que él no sabe hacer nada. Le dije: ‘¿Abrir y cerrar las cortinas no sabes?’. Al final se quedó. Era muy tímido y fue un regalo, lo mejor que ha entrado por esa puerta. En 18 años no ha dado un positivo. Solo necesitaba una mano a la que agarrarse y cuando se la dieron, no la soltó”.
Pedro le quita importancia a su desintoxicación para dársela toda a Gloria. “No todo el mundo dice: ‘Vente a mi casa’. Si hacen eso por ti tienes que ser agradecido. Ese día decidí que era todo o nada”.
Durante muchos años, Pedro siguió en la casa porque los test de drogas y alcohol, ese “examen diario”, le daba sensación de seguridad y porque si había algún momento de bajón más allá de la jornada laboral, “Gloria siempre estaba”. Ahora, como Fede, sigue allí porque ese es su hogar. “Cuando lo has perdido todo y lo recuperas, no quieres volver a perderlo. Y esto funciona como un espejo: si recibes amor, das amor. A mis padres también los entiendo: él era labriego, mi madre ama de casa, tuvieron muchos hijos, no estaban pendientes... Ahora mi familia es esta”.
Por la casa han pasado 200 personas en 21 años. Gloria no pudo “enderezarlos” a todos. Dos intentaron matarla. Pero al menos tres morirían hoy por ella. Son Pedro, Fede y Antonio, un hombre de 35 años y 40 kilos que le dejaron un día en la puerta “con unas semanas de vida”. De eso hace dos décadas. Gloria se empeñó tanto en que viviera, que Antonio, por no defraudarla, vivió.
“Cuando les acogí nunca pensé que pasaría esto. Mi madre, que ya murió, decía al principio que le iba a dar un infarto por el miedo que pasaba conmigo, pero al final los conoció y creo que lo entendió. Somos una familia como a mí me la enseñaron de pequeña. Con sus navidades, sus cumpleaños, sus peleas, sus visitas al hospital, sus despedidas. Si no hubiera puesto la ONG a lo mejor ahora estaba sola. Pero he tenido la suerte de que sin buscarla, cuando perdí a la de sangre, apareció otra familia”.
Es fácil ponerle la etiqueta a alguien diciendo que es un hdp. También es fácil escoger lo mejor, lo que nos conviene. Gloria fue en el sentido contrario y, como se puede observar en el artículo de El País, obtuvo una experiencia que va en contra de las de la mayoría de las personas que buscan elegir bien y acaban solas.
Distinguir al hdp, a lo que nos hace daño exige de nosotros perspectiva, discernimiento, análisis... No es una tarea fácil. Siempre hay un relato mayoritario, compartido por muchas personas, personas que las consideras parte de ti y por eso es más difícil sustraerte a su influjo. Ese relato se convierte en un marco de pensamiento del que no nos podemos escapar.
Inside out: el problema está en tu cabecita
En la película Inside out, de Pixar, nos muestran a una niña que sufre porque sus padres se han mudado de Minnesota a San Francisco. El centro de la película es demostrar que si sabemos como gestionar nuestros afectos, nuestros recuerdos podremos afrontar cualquier situación de manera exitosa. La película me desagradó por ese reduccionismo cientificista de que nuestros problemas son en el fondo problemas de como gestionamos la realidad. Ocultan y desvaloran la posición social y política de la niña: quizás el problema no sea como ella gestiona afectos y sus recuerdos y el problema sea la sociedad americana que prima la codicia por encima de otros valores. Si los padres tenían una casa y una vida en Minessotta ¿Para qué se mudan a San Francisco? si, para tener más dinero. Eso es aceptable y no se cuestiona. Quizás es eso mismo lo que tenemos que cuestionarnos. De repente no es la cabecita lo que está mal, lo que está mal es la sociedad en la que vives que cambia soledad y desarraigo por tener más dinero.
Si alguien lo ha estudiado, esos estudios no han trascendido. ¿Cuál es el coste para la sociedad Estadounidense de la soledad, el desarraigo, la falta de transmisión de saberes entre generaciones? Nadie lo sabe porque todos están intentando pasar el listón psicológico que divide a los ganadores de los perdedores: cuanto dinero haces al año. Por hacer dinero se empobrecen como personas y como sociedad.
Sin embargo, en esta película, como en muchas otras, no dejan a la niña protagonista identificar el problema y resolverlo ¿Cómo? regresando a casa. Esa posibilidad no se contempla. La estación de autobuses es cutre y da sensación de peligro. Ella vuelve a casa, acepta lo que no quiere aceptar y te lo presentan como un final feliz. En 2018 leí esta
entrevista al psicólogo Ramón Nogueras. Fue la primera vez que leí algo como "Ud no necesita un psicólogo, necesita un sindicato" Somos seres sociales, necesitamos unirnos, identificar problemas comunes y luchar para cambiarlos.